Richard Ford Apache
“Saquearemos juntos si lo quieres / aunque mucho la sangre
me repugne./ Tus rivales ya son rivales míos:/ mañana el mar inmenso nos
espera”. Hay libros que se leen a gusto
no por el goce que nos deparan sino porque rememoran a otros que lo hicieron.
Así nos reaviva los versos de De amicitia de Martínez Mesanza la
aventura inacabada que emprenden Richard Ford y Raymond Carver al escribir un
guión a dos manos en el que un hombre viaja para cometer un asesinato por un
amigo. A los productores la idea no les convence juzgándola inverosímil: “¿Por
qué alguien habría de hacer tal cosa?”
“Por amistad” contestan ellos. Unas líneas antes, Ford nos contaba que
su amigo Carver lo tenía por una especie de matón. En una ocasión la hija de
Carver se lía con un motorista poco recomendable y el padre preocupado decide
cortar por lo sano. Richard Ford, aparentemente de farol, se ofrece de remedio:
“Bien, podemos hacer que desaparezca. Yo me limitaré a pegarle un tiro”. Carver
acepta agradecido, aunque al final la ejecución de la película y del motorista
macarra parece que quedaron en pólvora mojada.
Richard Ford, en la portada y
solapa de Flores en las grietas, se nos antoja un remedo de Clint
Eastwood. Pero, sobre todo, se asemeja a Caballo Loco, el legendario jefe sioux
(y la semejanza no es descabellada teniendo en cuenta que por sus venas corre
sangre india); de manera que observando sus fotos uno busca en vano el rifle
entre sus manos como si estuviera ante un retrato inacabado, una Mona Lisa del
Lejano Oeste contemporáneo. Ford no se caracteriza por la variedad o calidad de
sus ideas, antes bien por la fidelidad a las mismas. (Decía Julio Cortázar que
la suya no era una obra de ideas sino de intuiciones. Definición que encaja a
los excelentes relatos de Ford). En un prólogo a las obras de Chéjov, que acaba
de leer, reconoce la influencia del ruso a través de la obra de otros
americanos. Así es, en sus ensayos se repiten nombres que, más que una
tradición, amojonan los límites del imperio.
Sin abandonar el ámbito anglosajón hay un buen puñado de nombres que han
reflexionado con perspicacia y originalidad sobre los procesos creativos:
Bernard Shaw, Lawrence, Virginia Woolf, Forster, Joyce, Waugh, Orwell,
Elliot... Hay dos maneras de escribir sobre literatura: aprovechar el andamiaje
de las obras de un gigante para divagar sobre lo que otros ya han dicho (como
un loro en el hombro de Stevenson) o empezar a ras de suelo –como una
hormiguita laboriosa, como hace Ford– descubriendo alternativamente la pólvora
y el Mediterráneo. Quizás radique ahí
la gran diferencia entre los dos continentes blancos; mientras el nuevo
coquetea ante el espejo, el viejo hurga en las entretelas de su historia.
Aceptemos como axioma este testimonio: el bagaje literario, sus lecturas,
influyen pero no hacen al escritor. Tampoco –reconozcamos– el conocimiento de
la materia sino su entusiasmo por la misma justifican la docencia. En 1968 Ford
trabaja en una universidad para enseñar literatura, selecciona los cuentos que
le gustan (su canon está formado por Frank O’Connor, Sherwood Anderson,
Ernest Hemingway, Thomas Mann y Katherine Mansfield) y se encuentra con un
problema: no tiene ni idea de cómo presentar los textos. Visita a su mentor y éste le desgrana en una
pizarra: Personaje, punto de vista, estructura... Con un manual de
instrucciones claro es posible formar en una hora a un profesor de literatura
(con la premisa de que sepa leer –otro ensayo de Ford comienza así: “Aprendí a
leer –a leer cuidadosamente, quiero decir– en 1969”–).
Es evidente que la universalidad de las letras
norteamericanas quedaría ya a salvo con
Steinbeck, Mark Twain, Faulkner o Tennessee Williams (basta leer A
Connecticut Yankee at King Arthur’s Court para entender el fracaso actual
de Occidente en el Próximo y Medio Oriente).
Pero no es de la universalidad de la literatura sino de su misterio de
lo que nos habla Ford ¿qué hace bueno un relato? El criterio de autoridad,
afirma. Como a la Enciclopedia Británica, podría añadir un escéptico.
Cuesta poner en conexión la voz
que nos habla desde esta páginas, una voz distendida y relajada que quita
trascendencia a lo que dice, y el hombre que describe: el autor como personaje.
En la pieza En la cara, Ford nos cuenta las veces que utilizó los puños
para poner punto y final a una trifulca: una vez golpeó con el árbol de Navidad
al padre, otra tumbó de un puñetazo a su mejor amigo (dejando ipso facto
de serlo). A los cuarenta y ocho años –es decir, antes de ayer– atajaba la
discusión con un vecino a causa de los ladridos de un perro dejándolo tendido
en un charco de sangre.
Estos ensayos se dejan querer. Al
lector aficionado a sus novelas le interesará conocer sus gustos y puntos de
vista, y el cuaderno de bitácora de su travesía vital; al escritor novel le
reconfortará saber que hasta con un par de huevos, quiero decir de huesos, se
hacen buenos caldos.
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