Tráfico de citas: A propósito de Accidente de Max Frisch y Uwe Johnson (errata naturae)
Lo peor que le
puede pasar a un escritor es que su vida privada supere en originalidad y
riqueza a su obra creativa, ¿a quién le interesan a día de hoy los ripios de
Lord Byron? Me pregunto si los
perturbadores, y exquisitos, textos que nos ofrece este volumen, de Max Frisch
y Uwe Johnson, sobrevivirán las turbulencias del tiempo (aun con la convicción
de que la lectura de los mismos constituye una obligación para los
supervivientes masculinos del siglo xx). Entiéndaseme: dos textos que, desde la
perspectiva masculina, describen la sublevación de la mujer y la condenan a
muerte. Lo que me tienta a escribir:
“todo hombre es el general de un pequeño ejército llamado mujer y el colmo de
los colmos es que se le insubordine.
Como es bien sabido, ese delito de alta traición se paga con la pena
capital. Sin embargo, que yo sea un
hombre me permite adoptar una óptica que en una mujer resultaría
sospechosa”. Y estoy tentado porque los
textos de Accidente tratan de accidentes, pero especialmente, de
aquellos que generan el amor, los celos (la infidelidad) y la culpa. El tercero
de ellos, aportación crítica del catedrático de la Universidad de Colonia
Norbert Mecklenburg (y llamarse así ya son ganas de intromisión semiótica,
cuando sabemos que la obra de Johnson hunde sus raíces en las tierras de
Meckenburg) nos informa y avisa de lo que habiendo leído, como casuales
lectores, seguramente no hemos llegado a elucidar como sí lo hubiese hecho un
omnisciente y omnívoro lector: el mismo. Y es que a manera de festón
metaliterario ambos textos entretejen una serie de citas literarias,
transgrediéndolas y tergiversándolas, que, de conocerlas, nos procuraría una
información sino esencial, al menos, relevante para la comprensión global de la
obra. Y, no obstante, acaso por evidentes o manidas algunas se omiten. Ya la
segunda página de la excelente traducción de los Apuntes de un accidente, escrito a finales de los sesenta pero
publicado en 1972, nos depara una ominosa advertencia: “Pero ella no le cree,
porque no mira en la misma dirección que ella”. Que concuerda con algo que
cualquier receptor de invitaciones de boda conoce: “Amor no es mirarse el uno
al otro, sino mirar los dos en la misma dirección", como había escrito
Antoine de Saint-Exupéry en el soporte literario menos conocido Tierra de
Hombres (1939). Y es que Accidente
es, en la forma y en el fondo, una historia de miradas que se cruzan, de
diálogos que se ausentan, posiblemente porque habla de, y describe, una época
de tránsito en la que todavía se viene entendiendo la actuación de la mujer en
la pareja como el segundo violín del que hablan los ingleses (un acompañamiento
musical que suena de fondo y sirve de marco al solista), mientras un aire nuevo
no solo en la vieja Europa se obstinaba en reavivar las ascuas de una Madame
Bovary desencadenada. Recordemos que las parejas icono de la gran road
movie de la reciente historia en la bisagra de los años sesenta/setenta
(Jackie y John / John y Yoko) transcurren y desembocan en autos y
disparos. Detrás, o al lado, o en casa
de un intrépido piloto –y es inevitable desempolvar a Ulises y a Eneas– siempre
se sienta una paciente mujer inteligente (esforcémonos en olvidar El gran
Gatsby de Scott Fitzgerald). Con una salvedad:
La muerte del héroe es trágica,
la de la mujer un accidente del hogar.
Mientras
atraviesan la Provenza, Marlis, que habla francés, que conoce y se interesa por
el arte, la literatura y la historia, se informa e informa a Víktor, a quien no
le gusta que lo corrija una mujer bella.
Él es cirujano y puede ser que operándola le haya salvado/dado la vida
(ya saben: Dios, Adán y la costilla). En
cada palabra que hombre y mujer se dicen u omiten, en cada silencio, larva un
reproche. Resulta difícil leer el libro
sin acordarse de Le Mépris (1963) de Jean-Luc Godard, que tanto se
parece a la posterior versión cinematográfica (1991) de Volker Schlöndorff del
clásico de Fritz Homo Faber (1957): esos viajes a la Magna Grecia que
dan (a) luz a la tragedia. Y más cuando en Le Mépris, basada en la obra
homónima de Moldavia Il disprezzo (1954), Godard realiza ese ejercicio
introspectivo de mise en scène introduciendo a Fritz Lang en el papel de
sí mismo rodando la Odisea homérica, elucubrando sobre el viaje que es la
materia de las obras y películas mencionadas.
Al igual que hace Uwe Johnson retomando la materia y al autor, como
principio de autoridad, de Apunte de un accidente para rebatirlo
escribiendo su Apunte de un accidentado. Tanto en Uwe Johnson como en Godart se produce un curioso y
paralelo fenómeno de fagocitación –de canibalismo del padre, con la apropiación
del objeto y de sus cualidades– al introducir y atrapar (en su espejo de tinta
o celuloide) al compañero/maestro en su materia creativa. Sin duda, Max Frisch
es un clásico contemporáneo en el que palpitan los mitos trágicos griegos y Homo
Faber es su elaborada Electra. Y en Apuntes, si Frisch y
Johnson juegan con el mito de Medea, esa mujer inteligente a quien se
condena al exilio porque infunde miedo, parecen decantarse, al menos el último
por Desdémona y Otelo. Marlis, la mujer que muere en el Accidente
de Fritz es víctima de los celos que despierta su sabiduría, su autonomía. Ella quiere conducir el auto que les ha de
conducir a España con precaución, y él no la deja conduciendo con imprudencia,
lo que provoca un accidente mortal: el de ella (en un aténtico auto de fe con
condena a las llamas). Después el cirujano buscará su propia muerte ¿amor,
hastío, redención? También la bellísima e inteligente –dos cualidades de la
insidia– protagonista de Le Mépris perece en accidente de tráfico
burlando, escapando de su amado. La protagonista del Apunte de Johnson
muere a manos del marido. Ella le ha engañado a lo largo de los años con un
amante italiano, un delator fascista. Le ha traicionado. Ha roto la unidad sagrada de la pareja. Ha
roto al protagonista en dos, pues el amor hace de la pareja una simbiótica
unidad (meine beste hälfte/ mi mejor mitad, dice la lengua alemana para
mi media naranja) de ahí que Johnson acuda al poema de Goethe Ginkgo Biloba
donde leemos “dos que escogen darse a conocer como uno”. También el
protagonista busca la muerte minimizando sus constantes vitales. Uwe Johnson
contesta y contradice así a su maestro y amigo Max Frisch. Uwe Johnson escribe
desde la experiencia propia, desde su herida autobiográfica, como detalla el feliz ensayo Johnsons Prager
Geheimagent del profesor Bernd W.Seiler.
En 1975 había descubierto la correspondencia que su mujer venía sosteniendo con un amante checo y su mundo se desmorona. Todo lo que creía santo se diluye, entrando en una etapa de depresión, de muerte creativa, hasta caer enfermo. Johnson la acusa de traidora y al amante checo –equivocándose– de delator y agente de la policía secreta socialista. Sin embargo –quizás como otra puñalada–, la gran historia detrás de la historia fascina: Elisabeth, estudiante de Indología, marcha con 26 años un semestre a Praga. Con su tutor allí, Tomislav Volek, historiador de la música, especialista mozartiano, cuatro años mayor que ella y casado, comparte intereses de estudio y, a no tardar, una relación amorosa. Elisabeth regresará tras el semestre a Frankfurt am Main donde contrae matrimonio con Uwe Johnson. Tienen una hija. Pero su relación extra matrimonial pervive en forma de correspondencia. Cuando Volek tiene la ocasión de participar en un congreso en Austria, ella hará todo lo posible por verlo. La policía secreta checa, que sospecha y examina la vida de los otros leyendo las misivas, asigna a una delegada la misión de informar sobre las actividades privadas del académico. Cuando Johnson descubre la vida paralela de su esposa, la obliga a escribir una confesión minuciosa y autoculpatoria, así como a la devolución de las cartas que ella y su amante se habían dirigido, considerándolas patrimonio propio. Para ello no duda en pedir a Anna, la mujer de Günter Grass, que recurra al traductor de Grass al checo, Vladimir Kafka, amigo de Volek, para hacerse con la correspondencia. Al malograrse el encargo, el propio Johnson toma las riendas llamando repetidamente de madrugada al hogar de Volek exigiéndole las cartas. En una ocasión incluso le insulta llamándole mentiroso y agente. Los espías de verdad, que tienen pinchado su teléfono, no son para dilucidar de qué va todo aquel enredo. Elisabeth en un último intento por salvar su matrimonio llama a Volek pidiéndole las cartas a cambio de dinero. Volek se indigna y anuncia que se las regala dejándoselas en casa de la madre para que una tercera persona las recoja, pero supuestamente se adelanta la policía secreta que se las lleva. Cuando Volek, en los años noventa, visita Alemania se entera con indignación por la prensa de que es acusado de soplón de la stasi. Solo le ayudará a limpiar el nombre la puesta a disposición del público de los archivos de la policía secreta.
En 1975 había descubierto la correspondencia que su mujer venía sosteniendo con un amante checo y su mundo se desmorona. Todo lo que creía santo se diluye, entrando en una etapa de depresión, de muerte creativa, hasta caer enfermo. Johnson la acusa de traidora y al amante checo –equivocándose– de delator y agente de la policía secreta socialista. Sin embargo –quizás como otra puñalada–, la gran historia detrás de la historia fascina: Elisabeth, estudiante de Indología, marcha con 26 años un semestre a Praga. Con su tutor allí, Tomislav Volek, historiador de la música, especialista mozartiano, cuatro años mayor que ella y casado, comparte intereses de estudio y, a no tardar, una relación amorosa. Elisabeth regresará tras el semestre a Frankfurt am Main donde contrae matrimonio con Uwe Johnson. Tienen una hija. Pero su relación extra matrimonial pervive en forma de correspondencia. Cuando Volek tiene la ocasión de participar en un congreso en Austria, ella hará todo lo posible por verlo. La policía secreta checa, que sospecha y examina la vida de los otros leyendo las misivas, asigna a una delegada la misión de informar sobre las actividades privadas del académico. Cuando Johnson descubre la vida paralela de su esposa, la obliga a escribir una confesión minuciosa y autoculpatoria, así como a la devolución de las cartas que ella y su amante se habían dirigido, considerándolas patrimonio propio. Para ello no duda en pedir a Anna, la mujer de Günter Grass, que recurra al traductor de Grass al checo, Vladimir Kafka, amigo de Volek, para hacerse con la correspondencia. Al malograrse el encargo, el propio Johnson toma las riendas llamando repetidamente de madrugada al hogar de Volek exigiéndole las cartas. En una ocasión incluso le insulta llamándole mentiroso y agente. Los espías de verdad, que tienen pinchado su teléfono, no son para dilucidar de qué va todo aquel enredo. Elisabeth en un último intento por salvar su matrimonio llama a Volek pidiéndole las cartas a cambio de dinero. Volek se indigna y anuncia que se las regala dejándoselas en casa de la madre para que una tercera persona las recoja, pero supuestamente se adelanta la policía secreta que se las lleva. Cuando Volek, en los años noventa, visita Alemania se entera con indignación por la prensa de que es acusado de soplón de la stasi. Solo le ayudará a limpiar el nombre la puesta a disposición del público de los archivos de la policía secreta.
Detrás de un
gran relato, a veces se esconde otro gran relato. Accidentes nos enseña
¡quién lo fuera a decir! mucho de nosotros mismos y mucho también de una
tradición, no solo patrimonio del alma hispana, que sigue firmando la poderosa
pluma de Calderón de la Barca.