martes, 4 de junio de 2013

TRAFICO DE CITAS

Tráfico de citas: A propósito de Accidente de Max Frisch y Uwe Johnson (errata naturae)


Lo peor que le puede pasar a un escritor es que su vida privada supere en originalidad y riqueza a su obra creativa, ¿a quién le interesan a día de hoy los ripios de Lord Byron?  Me pregunto si los perturbadores, y exquisitos, textos que nos ofrece este volumen, de Max Frisch y Uwe Johnson, sobrevivirán las turbulencias del tiempo (aun con la convicción de que la lectura de los mismos constituye una obligación para los supervivientes masculinos del siglo xx). Entiéndaseme: dos textos que, desde la perspectiva masculina, describen la sublevación de la mujer y la condenan a muerte.  Lo que me tienta a escribir: “todo hombre es el general de un pequeño ejército llamado mujer y el colmo de los colmos es que se le insubordine.  Como es bien sabido, ese delito de alta traición se paga con la pena capital.  Sin embargo, que yo sea un hombre me permite adoptar una óptica que en una mujer resultaría sospechosa”.  Y estoy tentado porque los textos de Accidente tratan de accidentes, pero especialmente, de aquellos que generan el amor, los celos (la infidelidad) y la culpa. El tercero de ellos, aportación crítica del catedrático de la Universidad de Colonia Norbert Mecklenburg (y llamarse así ya son ganas de intromisión semiótica, cuando sabemos que la obra de Johnson hunde sus raíces en las tierras de Meckenburg) nos informa y avisa de lo que habiendo leído, como casuales lectores, seguramente no hemos llegado a elucidar como sí lo hubiese hecho un omnisciente y omnívoro lector: el mismo. Y es que a manera de festón metaliterario ambos textos entretejen una serie de citas literarias, transgrediéndolas y tergiversándolas, que, de conocerlas, nos procuraría una información sino esencial, al menos, relevante para la comprensión global de la obra. Y, no obstante, acaso por evidentes o manidas algunas se omiten. Ya la segunda página de la excelente traducción de los Apuntes de un accidente,  escrito a finales de los sesenta pero publicado en 1972, nos depara una ominosa advertencia: “Pero ella no le cree, porque no mira en la misma dirección que ella”. Que concuerda con algo que cualquier receptor de invitaciones de boda conoce: “Amor no es mirarse el uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección", como había escrito Antoine de Saint-Exupéry en el soporte literario menos conocido Tierra de Hombres (1939).  Y es que Accidente es, en la forma y en el fondo, una historia de miradas que se cruzan, de diálogos que se ausentan, posiblemente porque habla de, y describe, una época de tránsito en la que todavía se viene entendiendo la actuación de la mujer en la pareja como el segundo violín del que hablan los ingleses (un acompañamiento musical que suena de fondo y sirve de marco al solista), mientras un aire nuevo no solo en la vieja Europa se obstinaba en reavivar las ascuas de una Madame Bovary desencadenada. Recordemos que las parejas icono de la gran road movie de la reciente historia en la bisagra de los años sesenta/setenta (Jackie y John / John y Yoko) transcurren y desembocan en autos y disparos.  Detrás, o al lado, o en casa de un intrépido piloto –y es inevitable desempolvar a Ulises y a Eneas– siempre se sienta una paciente mujer inteligente (esforcémonos en olvidar El gran Gatsby de Scott Fitzgerald). Con una salvedad:
La muerte del héroe es trágica, la de la mujer un accidente del hogar.
Mientras atraviesan la Provenza, Marlis, que habla francés, que conoce y se interesa por el arte, la literatura y la historia, se informa e informa a Víktor, a quien no le gusta que lo corrija una mujer bella.  Él es cirujano y puede ser que operándola le haya salvado/dado la vida (ya saben: Dios, Adán y la costilla).  En cada palabra que hombre y mujer se dicen u omiten, en cada silencio, larva un reproche.  Resulta difícil leer el libro sin acordarse de Le Mépris (1963) de Jean-Luc Godard, que tanto se parece a la posterior versión cinematográfica (1991) de Volker Schlöndorff del clásico de Fritz Homo Faber (1957): esos viajes a la Magna Grecia que dan (a) luz a la tragedia. Y más cuando en Le Mépris, basada en la obra homónima de Moldavia Il disprezzo (1954), Godard realiza ese ejercicio introspectivo de mise en scène introduciendo a Fritz Lang en el papel de sí mismo rodando la Odisea homérica, elucubrando sobre el viaje que es la materia de las obras y películas mencionadas.  Al igual que hace Uwe Johnson retomando la materia y al autor, como principio de autoridad, de Apunte de un accidente para rebatirlo escribiendo su Apunte de un accidentado.  Tanto en Uwe Johnson como en Godart se produce un curioso y paralelo fenómeno de fagocitación –de canibalismo del padre, con la apropiación del objeto y de sus cualidades– al introducir y atrapar (en su espejo de tinta o celuloide) al compañero/maestro en su materia creativa. Sin duda, Max Frisch es un clásico contemporáneo en el que palpitan los mitos trágicos griegos y Homo Faber es su elaborada Electra. Y en Apuntes, si Frisch y Johnson juegan con el mito de Medea, esa mujer inteligente a quien se condena al exilio porque infunde miedo, parecen decantarse, al menos el último por Desdémona y Otelo. Marlis, la mujer que muere en el Accidente de Fritz es víctima de los celos que despierta su sabiduría, su autonomía.  Ella quiere conducir el auto que les ha de conducir a España con precaución, y él no la deja conduciendo con imprudencia, lo que provoca un accidente mortal: el de ella (en un aténtico auto de fe con condena a las llamas). Después el cirujano buscará su propia muerte ¿amor, hastío, redención? También la bellísima e inteligente –dos cualidades de la insidia– protagonista de Le Mépris perece en accidente de tráfico burlando, escapando de su amado. La protagonista del Apunte de Johnson muere a manos del marido. Ella le ha engañado a lo largo de los años con un amante italiano, un delator fascista. Le ha traicionado.  Ha roto la unidad sagrada de la pareja. Ha roto al protagonista en dos, pues el amor hace de la pareja una simbiótica unidad (meine beste hälfte/ mi mejor mitad, dice la lengua alemana para mi media naranja) de ahí que Johnson acuda al poema de Goethe Ginkgo Biloba donde leemos “dos que escogen darse a conocer como uno”. También el protagonista busca la muerte minimizando sus constantes vitales. Uwe Johnson contesta y contradice así a su maestro y amigo Max Frisch. Uwe Johnson escribe desde la experiencia propia, desde su herida autobiográfica, como detalla el feliz ensayo Johnsons Prager Geheimagent del profesor Bernd W.Seiler
En 1975 había descubierto la correspondencia que su mujer venía sosteniendo con un amante checo y su mundo se desmorona. Todo lo que creía santo se diluye, entrando en una etapa de depresión, de muerte creativa, hasta caer enfermo. Johnson la acusa de traidora y al amante checo –equivocándose– de delator y agente de la policía secreta socialista.  Sin embargo –quizás como otra puñalada–, la gran historia detrás de la historia fascina: Elisabeth, estudiante de Indología, marcha con 26 años un semestre a Praga.  Con su tutor allí, Tomislav Volek, historiador de la música, especialista mozartiano, cuatro años mayor que ella y casado, comparte intereses de estudio y, a no tardar, una relación amorosa. Elisabeth regresará tras el semestre a Frankfurt am Main donde contrae matrimonio con Uwe Johnson. Tienen una hija. Pero su relación extra matrimonial pervive en forma de correspondencia. Cuando Volek tiene la ocasión de participar en un congreso en Austria, ella hará todo lo posible por verlo.  La policía secreta checa, que sospecha y examina la vida de los otros leyendo las misivas, asigna a una delegada la misión de informar sobre las actividades privadas del académico. Cuando Johnson descubre la vida paralela de su esposa, la obliga a escribir una confesión minuciosa y autoculpatoria, así como a la devolución de las cartas que ella y su amante se habían dirigido, considerándolas patrimonio propio. Para ello no duda en pedir a Anna, la mujer de Günter Grass, que recurra al traductor de Grass al checo, Vladimir Kafka, amigo de Volek, para hacerse con la correspondencia. Al malograrse el encargo, el propio Johnson toma las riendas llamando repetidamente de madrugada al hogar de Volek exigiéndole las cartas. En una ocasión incluso le insulta llamándole mentiroso y agente. Los espías de verdad, que tienen pinchado su teléfono, no son para dilucidar de qué va todo aquel enredo. Elisabeth en un último intento por salvar su matrimonio llama a Volek pidiéndole las cartas a cambio de dinero. Volek se indigna y anuncia que se las regala dejándoselas en casa de la madre para que una tercera persona las recoja, pero supuestamente se adelanta la policía secreta que se las lleva. Cuando Volek, en los años noventa, visita Alemania se entera con indignación por la prensa de que es acusado de soplón de la stasi. Solo le ayudará a limpiar el nombre la puesta a disposición del público de los archivos de la policía secreta.
Detrás de un gran relato, a veces se esconde otro gran relato. Accidentes nos enseña ¡quién lo fuera a decir! mucho de nosotros mismos y mucho también de una tradición, no solo patrimonio del alma hispana, que sigue firmando la poderosa pluma de Calderón de la Barca.



sábado, 19 de enero de 2013

FLORES EN LAS GRIETAS (Anagrama)


Richard Ford Apache


“Saquearemos juntos si lo quieres / aunque mucho la sangre me repugne./ Tus rivales ya son rivales míos:/ mañana el mar inmenso nos espera”.  Hay libros que se leen a gusto no por el goce que nos deparan sino porque rememoran a otros que lo hicieron. Así nos reaviva los versos de De amicitia de Martínez Mesanza la aventura inacabada que emprenden Richard Ford y Raymond Carver al escribir un guión a dos manos en el que un hombre viaja para cometer un asesinato por un amigo. A los productores la idea no les convence juzgándola inverosímil: “¿Por qué alguien habría de hacer tal cosa?”  “Por amistad” contestan ellos. Unas líneas antes, Ford nos contaba que su amigo Carver lo tenía por una especie de matón. En una ocasión la hija de Carver se lía con un motorista poco recomendable y el padre preocupado decide cortar por lo sano. Richard Ford, aparentemente de farol, se ofrece de remedio: “Bien, podemos hacer que desaparezca. Yo me limitaré a pegarle un tiro”. Carver acepta agradecido, aunque al final la ejecución de la película y del motorista macarra parece que quedaron en pólvora mojada.
Richard Ford, en la portada y solapa de Flores en las grietas, se nos antoja un remedo de Clint Eastwood. Pero, sobre todo, se asemeja a Caballo Loco, el legendario jefe sioux (y la semejanza no es descabellada teniendo en cuenta que por sus venas corre sangre india); de manera que observando sus fotos uno busca en vano el rifle entre sus manos como si estuviera ante un retrato inacabado, una Mona Lisa del Lejano Oeste contemporáneo. Ford no se caracteriza por la variedad o calidad de sus ideas, antes bien por la fidelidad a las mismas. (Decía Julio Cortázar que la suya no era una obra de ideas sino de intuiciones. Definición que encaja a los excelentes relatos de Ford). En un prólogo a las obras de Chéjov, que acaba de leer, reconoce la influencia del ruso a través de la obra de otros americanos. Así es, en sus ensayos se repiten nombres que, más que una tradición, amojonan los límites del imperio.  Sin abandonar el ámbito anglosajón hay un buen puñado de nombres que han reflexionado con perspicacia y originalidad sobre los procesos creativos: Bernard Shaw, Lawrence, Virginia Woolf, Forster, Joyce, Waugh, Orwell, Elliot... Hay dos maneras de escribir sobre literatura: aprovechar el andamiaje de las obras de un gigante para divagar sobre lo que otros ya han dicho (como un loro en el hombro de Stevenson) o empezar a ras de suelo –como una hormiguita laboriosa, como hace Ford– descubriendo alternativamente la pólvora y el Mediterráneo.  Quizás radique ahí la gran diferencia entre los dos continentes blancos; mientras el nuevo coquetea ante el espejo, el viejo hurga en las entretelas de su historia. Aceptemos como axioma este testimonio: el bagaje literario, sus lecturas, influyen pero no hacen al escritor. Tampoco –reconozcamos– el conocimiento de la materia sino su entusiasmo por la misma justifican la docencia. En 1968 Ford trabaja en una universidad para enseñar literatura, selecciona los cuentos que le gustan (su canon está formado por Frank O’Connor, Sherwood Anderson, Ernest Hemingway, Thomas Mann y Katherine Mansfield) y se encuentra con un problema: no tiene ni idea de cómo presentar los textos.  Visita a su mentor y éste le desgrana en una pizarra: Personaje, punto de vista, estructura... Con un manual de instrucciones claro es posible formar en una hora a un profesor de literatura (con la premisa de que sepa leer –otro ensayo de Ford comienza así: “Aprendí a leer –a leer cuidadosamente, quiero decir– en 1969”–).
Es evidente que la universalidad de las letras norteamericanas quedaría ya a salvo con  Steinbeck, Mark Twain, Faulkner o Tennessee Williams (basta leer A Connecticut Yankee at King Arthur’s Court para entender el fracaso actual de Occidente en el Próximo y Medio Oriente).  Pero no es de la universalidad de la literatura sino de su misterio de lo que nos habla Ford ¿qué hace bueno un relato? El criterio de autoridad, afirma. Como a la Enciclopedia Británica, podría añadir un escéptico.
Cuesta poner en conexión la voz que nos habla desde esta páginas, una voz distendida y relajada que quita trascendencia a lo que dice, y el hombre que describe: el autor como personaje. En la pieza En la cara, Ford nos cuenta las veces que utilizó los puños para poner punto y final a una trifulca: una vez golpeó con el árbol de Navidad al padre, otra tumbó de un puñetazo a su mejor amigo (dejando ipso facto de serlo). A los cuarenta y ocho años –es decir, antes de ayer– atajaba la discusión con un vecino a causa de los ladridos de un perro dejándolo tendido en un charco de sangre.
Estos ensayos se dejan querer. Al lector aficionado a sus novelas le interesará conocer sus gustos y puntos de vista, y el cuaderno de bitácora de su travesía vital; al escritor novel le reconfortará saber que hasta con un par de huevos, quiero decir de huesos, se hacen buenos caldos.

lunes, 7 de enero de 2013

HAROLD NORSE


MEMOIRS OF A BASTARD ANGEL  DE HAROLD NORSE (1916-2009)

Harold Norse nació y creció en Brooklyn descubriendo las múltiples capas de una identidad incómoda: hijo bastardo de una inmigrante lituana judía, joven objeto del deseo y escritor siempre al borde de una consagración frustrada a la sombra de gigantes. De todas las inclinaciones, si Norse practicó una con profusión y éxito, esta fue la del sexo.  En busca del misterio de la identidad del padre y del elixir de la inmortalidad que da la fama, se encontró con los de la vida.
En la más tierna edad vive el fanatismo de la conversión religiosa; una tía, a espaldas de la madre, lo lleva a la iglesia y lo bautiza. No fue una conversión efectiva ni tampoco traumática: “La dramaturgia de la iglesia nunca dejó de fascinarme. Era una especie de teatro, no exactamente Shakespeare o Wagner, sino más bien como una película de Cecil B. De Mille con un millón de figurantes. Lo mismo sentía en cuanto a Excalibur y Camelot, se me ponía la piel de gallina. Crecí queriendo encontrar el Santo Grial pero, más que nada, a los jóvenes caballeros de la tabla redonda”.
Como muchos de aquellos que se burlan de las religiones observamos en el escepticismo de Norse una propensión a la superstición cuando no definitivamente a la superchería que se repite en sus memorias. En 1937 “me sentaba en la Biblioteca Pública de Nueva York leyendo obras extrañas, como las Profecías de Nostradamus, en las que se predecía el nombre de Hitler (en forma de anagrama) y la Segunda Guerra Mundial”. Poco antes ya había dado muestras de su talento para la poesía en la educación secundaria, lo que le anima a visitar la redacción de una publicación universitaria: el Brooklyn College Observer. David Blake, un cultivado miembro de la elite económica y social local que trabajaba por vocación como profesor de inglés y era consejero del periódico universitario, se convierte en el mentor intelectual y amante de Harold. Convencido comunista “marchó a luchar con los leales en la Guerra Civil Española, al contrario que muchos otros menos afortunados, sobrevivió sin un rasguño. Cuando regresó en 1937 reanudamos nuestra relación”. Ese mismo verano, un joven de dieciséis años se presenta en la redacción del Observer, se llama Chester Kallman. Los dos muchachos comparten una pasión: la poesía. En el año nuevo de 1939 son amantes. Pero Kallman no tarda en convertirse en una arpía egoísta, cruel y desdeñosa: “Descubrí que tenía que compartirlo con los militares, a quienes besaba el culo como un esclavo. Había anotado al menos tres mil conquistas en su cinturón, que con tanta facilidad desabrochaba. Éramos inseparables, pero tengo que reconocerlo: era la Reina de las Putas”. El seis de abril de 1939, Harold y Chester se dirigen al primer recital de Auden e Isherwood en los Estados Unidos. “Sentémonos en la primera fila y hagámosles señas” sugiere Chester. Tras el recital los dos jóvenes se abalanzan sobre los poetas. Auden se muestra reacio, pero Isherwood entrega una tarjeta con su número de teléfono a Harold. De camino a casa, Chester le pide prestada la tarjeta con el pretexto de enseñársela a su padre y, quedándosela, se presenta solo, dos días más tarde, en casa de los poetas. Auden parece entusiasmarse por los atributos ocultos del chico y cuando este regresa a casa, grita triunfante: “¡Harold, Auden me ama!”. Como resultado, Isherwood se marcha a California y Chester pasa a ser el amante oficial de Auden. El triangulo Harold, Chester y Auden presenta caras poliédricas. Mientras Chester se sirve de la relación con Auden económica y literariamente, Harold se ve como doble perdedor: pierde al amante y también la atención crítica del maestro. En 1939, Klaus Mann edita una nueva revista Decision y por mediación de Auden se van a publicar sendos poemas de Norse y Kallman. Norse visita a Klaus en su oficina para darse a conocer y este comienza a hacerle la escena del sofá, Harold rehusa de manera cortés y se va. En la revista aparecerá sólo el poema de Kallman.  Pese al desamor, Norse tiene palabras de elogio para ambos Auden y Kallman al sacarle de apuros, especialmente por la generosa ayuda financiera del primero: “En 1939 treinta dólares era un montón de dinero. No tenía manera de saber que Auden, con un estilo de vida mucho más elevado, andaba escaso de fondos. De hecho, pasaron muchos años antes de saber que tenía que hacer reseñas, dar clases y conferencias para llegar a fin de mes”. Norse trabaja un tiempo como secretario para Auden mecanografiando sus poemas aunque no tardan en surgir las fricciones y los caminos se distancian. Para aliviar quizás la conciencia, Auden le escribe mostrándose comprensivo con el sentimiento de pérdida y, con retórica de obispo anglicano –nos indica Norse–, le invita a aceptar el dolor como un don de la vida que le servirá como aliciente en el trabajo y guía en el camino a la santidad. La homilía bien se la podía haber reservado Auden para sí mismo pues no tarda en descubrir la naturaleza infiel de Kallman y en un arrebato de celos trata de estrangularlo mientras duerme. En una carta posterior confiesa: “Si el diablo se ofreciera a devolvérmelo a condición de que no volviese a escribir una línea más, aceptaría sin dudarlo”. Acaso no sea en los campos del paraíso sino en los de la desdicha donde eche raíces la creación. Norse conjetura: “En los siguientes treinta y dos años de su vida Auden creó un cuerpo de trabajo asombroso, una de las grandes obras de nuestra época. Quizás se lo debamos todo a la crueldad de Chester”.
Tras Pearl Harbor, los EEUU entran en contienda. A Norse le salva el examen psicotécnico: tener fantasías sexuales con varones le invalida para el ejército. Así que se dedica a lo que mejor se le da: hacer realidad sus fantasías. Una madrugada de invierno de 1943 deambulando por Greenwich Village con Harry Herschkowitz, un protegido de Henry Miller, se encuentran con un vagabundo: un joven negro, pobre y homosexual de diecinueve años y ojos saltones llamado Jimmy que se convierte en una de sus amistades de por vida. Un noche este le pasa un mamotreto mecanografiado para que lo lea “era la primera vez en mi vida que veía el tema de la homosexualidad en una novela contemporánea. Cada escena y personaje, cada frase y parágrafo, fortalecidos con cadencias bíblicas y espirituales resonaban con autenticidad”. Los trámites para la publicación se vuelven arduos y espinosos, los editores exigen purgar el libro, a lo que el joven tiene que avenirse. En 1953 Go Tell It on the Mountain / Ve y dilo en la montaña ve la luz y Jimmy se convierte en James Badwin.
Norse narra sin medias tintas: no tiene reparos en contar cómo fue violado por marineros ingleses, cómo abusa de él un yogui estrafalario o de qué manera un intento de violación por su parte termina en farsa. Y la lista de vejaciones y humillaciones que sufre no se queda corta.
Los encuentros fortuitos le confrontan con mitos del pasado y nos muestran las zonas más oscuras de los del futuro. En una ocasión un desconocido le comenta su parecido asombroso con Hart Crane. ¿Cómo lo sabe? Le inquiere escéptico Harold. El hombre se llama Samuel Loveman y había sido su amante. No se libra Norse del canto de sirena de la normalidad; conoce a una chica llamada Bonnie y un día “como un renacido cristiano, me hice heterosexual. Como un adicto reinsertado, perdí interés en mi modo de vida previo (por un tiempo) y contemplé a los muchachos sin lujuria”. En agosto de 1944, conoce a un escritor joven que le ofrece compartir el catre inferior de su litera en una cabaña, se llama Tennessee Williams y está revisando su versión final de The Glass Menagerie /El zoo de cristal. Una noche, regresando achispados en bicicleta después de cenar en una marisquería, se topan por el camino con un joven que les mira de soslayo. “Mantente lejos de él –le advierte Tennessee. –No trae nada bueno”. Pero Norse no le hace caso y sale tras el chico. Refocilando en la oscura vereda, Norse pierde el conocimiento. Cuando regresa a la cabaña, Tennessee le recibe espantado: viene con la cabeza abierta, bañado en sangre.
Al dramaturgo no tarda en llegarle el éxito y sus encuentros comienzan a espaciarse. Norse observa un cambio en el otrora carácter tímido y reservado del amigo “se volvió chillón, arrogante, agresivo; en los estrenos de otros escritores en Broadway absorbía ruidosamente coca-colas con una paja (sus amigos empezaron a llamarle chupacolas)”. 
Una noche de invierno de 1944 Norse se dirige en metro a casa, el tren vacío, son las tres de la mañana, un joven sentado frente a él lee y declama. Picado por la curiosidad Norse quiere saber que está leyendo. En el silencio de una parada, Norse aguza el oído y descifra lo que está recitando en francés: -¡Rimbaud, El barco ebrio! –exclama. Allen Ginsberg, un joven de dieciocho años, “había venido a Village para ligar a un muchacho por primera vez en su vida y se tropezó conmigo”. ¿De qué hablan los poetas esa madrugada? “Obsesionado con el visionario misticismo homosexual de Hart Crane y el encantador estilo embriagado de Dylan Thomas, le hablé de ellos y de Whitman, las obsesiones de mi juventud, como maestros del flujo intuitivo y espontáneo del lenguaje. Seguí hablando del aliento dionisiaco, puesto de manifiesto en Canto a mí mismo y El puente por dos mariconazos que escribieron los dos poemas largos más importantes jamás escritos por americanos. La tierra baldía (no sabíamos que Eliot lo había escrito para un joven francés ahogado del que estaba enamorado), como Los Cantos de Pound, era demasiado hermético”. Quizás se exceda Norse en su tendencia a descubrir detrás de cada genio y cada obra una inspiración homosexual. Una cosa es especular con la posibilidad de que el poema se haya originado en memoria del francés Jean Verdenal, muerto en Gallipoli; incluso que Elliot fechara su muerte en el mes más cruel, o en su imaginario ligase a Verdenal con las lilas que florecen en abril, y otra suponerlo una declaración de amor. Volviendo al otro poeta hermético que menciona Norse, Pound reaparece casi siempre con connotaciones negativas, Norse está a punto de llegar a las manos varias veces cuando se discute el genio del poeta fascista. El juicio de William Carlos Williams, que se convierte en el consejero, confidente y mentor de Norse, apunta en el mismo sentido: “Mi diagnóstico final de ese hombre es que tiene un espacio en blanco en su cerebro que ha explotado toda su vida como profundidad”. Por otra parte, en el boulevard de las letras rotas poco cambia; cuando se organiza una serie de lecturas a cargo de poetas desconocidos avalados por poetas consagrados, Auden lleva a su amante Kallmann, pero se olvida de Norse, que acude sin embargo a propuesta de Williams. Con todo, tenemos que tomar las confesiones de Norse con cautela, al fin y al cabo, hablar de uno mismo y pecar de parcialidad es todo uno. En las décadas de los treinta y cuarenta la corriente poética oficial estaba en manos de John Malcolm Brinnin, que presidía los premios de la YMHA (Asociación de Jóvenes Hebreos). En 1952 Norse, que se presenta al concurso, acapara el favor del jurado. Cuando Brinnin abre la plica y descubre el nombre del ganador, hace que le concedan el premio a otro escritor novicio menos desconocido: John Ashley. La anécdota no tiene desperdicio porque Norse se vale de la narración de su encuentro con Dylan Thomas para vengarse por boca del galés, que no vivía para enmendarle la plana cuando se publican las presentes memorias. Norse, a petición de un amigo común, el poeta escocés Ruthven Todd, acude a recibir a Dylan, recién llegado a los EEUU.  Dylan se aburre sentado en compañía de Brinnin, quien monta en cólera al ver aparecer al intruso. Dylan le pide que se siente con ellos e inclinándose le susurra: “¿Cómo diablos nos podemos librar de este bastardo?”.  Norse reparte por igual palos y parabienes, en cuanto a Dylan dice: “Su voz y acento eran los más hermosos que jamás haya escuchado. Podría haber leído la guía de teléfonos y hacerla sonar como Shakespeare”.
Larga es la lista de poetas, escritores, artistas y bohemios que asoma en estas páginas: e e cummings, Anaïs Nin, Robert de Niro, Moravia, Passolini, Polanski; en París forma parte de la camarilla americana beat que revoluciona la narrativa con la técnica del cut-up o collage refugiándose en una pensión entre el quai des Grands Agustins y la rue St. André des Arts, el propio Norse recrea aquel tiempo en Beat Hotel con prólogo de Burroughs. En Tánger visita a John y Jane Bowles, en Mallorca conoce y maldice a Robert Graves, en Grecia, le dedica un libro de poemas a un joven admirador canadiense llamado Leonard Cohen. En la edad tardía redescubre la física del cuerpo y se incorpora a un gimnasio culturista, un joven austriaco se lamenta de la falta de interés de los compañeros de vestuario por la cultura y la música clásicas. Con el tiempo se convierte en un actor famoso y más tarde en gobernador de California. Extrañas y desparejas son las compañías de Norse, al fin ve publicados sus poemas... ¡en un volumen conjunto con Charles Bukowski!
Las memorias de Harold Norse, que aún esperan ser traducidas, nos devuelven al corazón del siglo xx, con sus obras y sus obradores, mostrándonoslo desnudo de cintura para abajo.